Hoy estoy melancólico. Una llamada de una vieja amiga me ha devuelto a una realidad lejana, pero maravillosa. He hablado con
Lucía, una gran compañera de la Facultad, con la que compartí muchas cosas a mi llegada a Madrid. Una de esas personas que te hace fácil la aclimatación a un sitio nuevo, que te hace sentir más cerca de casa. Una mujer maravillosa.
Han pasado 17 años desde que llegué a Madrid y sí, me parece que fue ayer; pero no, han pasado muchas cosas y la mayor parte de ellas buenas... Con eso es con lo que hay que quedarse.
Lucía me llamaba para darme el pésame por mi padre, pero no sabía nada de la muerte de
Barri. Cuando se lo he contado se ha quedado sin palabras. Como nos quedamos todos cuando pensamos en nuestro gran amigo, descolocados.
He sido capaz de hablar de la muerte de mi padre con relativa entereza. Con un dolor enorme, sí; pero con una cierta resignación cristiana por cómo se desarrollaron los acontecimientos. Pero al hablar de Barri una
congoja inmensa me ha invadido. Lucía no se lo creía; ella también conoció a Barri, de manera breve, pero de verdad. Siempre me oía hablar de él; yo hablaba y no paraba de Barri; era mi eterna tabla de salvación; mi mejor confidente; mi apoyo más firme.
Por eso Lucía no daba crédito a mis palabras. Y por eso hoy se ha sumado a nuestro
dolor compartido. Ese sentimiento que no cambia, que no baja de intensidad, que permanece en nosotros y que hace que derramemos
lágrimas sin fin por ese amigo al que tanto echamos de menos.