Cuando me vine a Madrid, hace poco menos de 30 años, una de las cosas que más disfrutaba y más me consolaba ante la lejanía del mar eran esos cielos azules de invierno. Eran días soleados y fríos, preciosos y fáciles de sobrellevar un poco abrigado. Pero desde hace doce años ya no son lo mismo.
Un viernes de enero de hace doce años lucía un sol maravilloso, víspera de lo que se antojaba un placentero fin de semana. Pero no. Nada fue así. Recibí la noticia para la que uno nunca está preparado. Te fuiste tras poner todo de tu parte. Y dejaste un vacío de esos imposibles de rellenar.
El viernes 17 de enero (de 2020) discurría tranquilo, con una bella luz. Pero a media mañana me sorprendí con tu recuerdo. Me pilló desprevenido y a escasos dos metros de donde recibí la noticia en 2008. Me hundí. Me faltó el aire. Y una profunda tristeza me invadió por completo.
Sobrellevé el día como buenamente pude. Y me acordé de tus padres, de tu hermana, de tu hermano, de nuestros mejores amigos, de los buenos tiempos, de la gran suerte que fue conocerte y tenerte a mi lado. Pero me costó remontar el día. Aunque tu sonrisa y el recuerdo de tu manera de ser tiraron de mí para tratar de recuperar la normalidad del día a día. Esa que ya nunca volvió a ser igual.
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