martes, 14 de mayo de 2024

Cristina Verduga, in memoriam

Me acaba de escribir mi hermano pequeño para decirme que ha fallecido Cristina Verduga, nuestra profesora de Lengua y Literatura en los Agustinos. Y me he quedado un tanto descolocado. Primero, porque aún era joven. Y, segundo, porque se me queda la sensación de deuda pendiente no saldada.

No exagero si digo que para mí ha sido la mejor profesora que he tenido, incluyendo tanto el colegio como la universidad. Y tengo claro que fue la que más huella me dejó. ¿Por qué? Antes de nada porque se preocupó por mí en una época marcada por una adolescencia muy complicado de sobrellevar, con una falta total de interés por mi parte, a la que se sumaban otras consideraciones escolares.

Académicamente en aquellos años yo era un completo desastre. Mi desmotivación me llevaba a no estudiar absolutamente nada. Y La Lupas, como era conocida por sus características gafas de montura dorada y cristales tintados, supo tocarme una fibra sensible que me ayudó a empezar a salir de aquel pozo.

Era una profesora exigente, sí. Te retaba. No permitía una falta de ortografía. Hablaba con pasión de los libros. Y sabía convertir una lectura obligatoria en algo apetecible. Había que leerse la primera parte de El Quijote porque así estaba establecido en el plan de estudios, pero ella supo inocularme el veneno para que yo me leyera por mi cuenta la segunda. Y, años más tarde, releer la obra de Cervantes del tirón.

Si en los años posteriores me convertí en un más o menos ávido lector fue gracias a ella. Si mi ortografía logró ser sólida, seguro que ella tuvo mucho que ver. Si terminé estudiando Periodismo y dedicándome a lo que me dedico, es más que probable que le deba buena parte de lo que soy.

Y así lo he sentido muchas veces. Y por eso en ocasiones pensé en mandarle un detalle, después de buscar –y encontrar– su dirección. Me parecía de ley escribirle unas líneas de agradecimiento por ayudarme a encontrar mi camino. Seguro que para un profesor debe ser gratificante. Pero el tiempo ha sido más rápido que mi dejadez. 

No olvido cuando en tercero de BUP creó un grupo de apoyo para los que íbamos peor. Nos daba clases extras, en su tiempo libre después de su jornada laboral. Nos enseñaba a relacionar cosas, no a soltarlas como un papagayo. A redactar bien. A ir más allá. A disfrutar con la lectura. Y eso se me quedó ahí para siempre.

En mis años de colegio yo era un niño tímido e inseguro. Y ahora recuerdo con orgullo aquella situación que me hizo vivir cuando me puso en el foco de los más de 40 alumnos de la clase para decir que había hecho uno de los mejores exámenes de recuperación que ella recordaba. "Un examen de 7,5", decía. Cuando con ella el notable estaba reservado a los elegidos.  

Y también me ha venido a la mente el recuerdo de cuando el autobús municipal pasaba de largo nuestra parada, al ir lleno, y ella nos recogía con su Ford Fiesta. Unas cuantas veces me salvó de llegar tarde a clase.

Termino estas líneas triste al pensar que mi pereza provocó que no la contactara, que no le mostrara mi agradecimiento, que no le contara que aquel alumno inseguro y mediocre supo rehacerse y que incluso se gana la vida editando y corrigiendo textos. Lo que son las cosas.

Y me quedo pensando en aquella falsa seriedad de Cristina Verduga, en su gran sentido del humor, en su gran corazón, en aquella voz característica (que mi cerebro recuerda y ahora mismo hace sonar dentro de mi cabeza) y en cómo sabía ganarse el respeto desde su pequeñez (solo en tamaño). Y le pido perdón por haber perpetrado algún que otro soneto infame, pero es que las musas de la rima nunca han tenido a bien visitarme. Descansa en paz, recordada maestra, que el viento sople a tu espalda.

P.S. Aún hoy, cuando alguien no pone una tilde en una mayúscula, me acuerdo de ella diciendo aquello de "eso es de señoritas cursis".